
Descripción de Memorias de verano. Capítulo 2 p3v4
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Hoy presentamos, Memorias de verano.
Capítulo 2 Me desperté tumbado en el sofá del salón, mareado y con un molesto dolor de cabeza.
Mi abuela estaba sentada a mi lado, sujetando una bolsa con hielo picado contra mi cráneo.
Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado, y pude ver el alivio en ellos cuando se dio cuenta de que los míos estaban abiertos. Ay, hijo, menos mal. ¿Estás bien? Que se preocupase tanto por mí a pesar de lo que le había hecho decía mucho de lo buena y compasiva que era. Al recordar lo ocurrido en la cocina me sentí culpable y sentí ganas de abrazarla, aunque no me pareció buena idea tocarla en ese momento. Mi maltrecho cerebro intentó encontrar una forma de justificar lo ocurrido sin quedar como un maníaco sexual. No pensaba hablarle del tónico, eso lo tenía claro. Me quitó el hielo de la cabeza y toqué con mis dedos el doloroso chichón. No te lo toques, cielo, o se pondrá peor.
¿Qué, ha pasado? ¿Me he caído? Pregunté, fingiendo confusión.
¿No te acuerdas? Me miró sorprendida, pero no daba muestras de dudar de mi palabra. Si lograba convencerla de que mis actos habían sido involuntarios, cosa que al fin y al cabo era cierta, quizá saliese airoso de aquella situación. Miré al techo entornando los ojos, como si tratase de recordar algo. Me acuerdo de estar sentado en la cocina. Me dio como un mareo, se me anuló la vista y… Me he despertado aquí. ¿Me desmayé? Volví a palparme el chichón con los dedos. Mi abuela me apartó la mano y me puso la bolsa de hielo en la cabeza. Sus ojos volvían a estar húmedos. Suspiró y se quitó las gafas para secárselos con su pañuelo.
—Nn… Verás. Eso te lo hice yo. Me puse muy nerviosa y… Lo siento, hijo, pero es que estabas como loco. Parecías un animal. Me incorporé un poco en el sofá, con un gesto que mezclaba sorpresa y preocupación. No me considero un gran actor, pero ese día mi interpretación fue digna de un Oscar. ¿Pero qué ha pasado? No te habré hecho daño, ¿verdad? —No, no ha sido eso. Verás, tú. Tú haz, me haz.
La pobre estaba roja como los tomates de su huerta cuando maduraban. Balbuceaba y evitaba mirarme a los ojos. Cogí una de sus manos entre las mías y me alegró comprobar que no rehuía mi o. Lo estaba pasando mal y era obvio que no quería hablar de lo ocurrido, pero para mantener mi farsa tenía que hacerla hablar. —Vamos, dímelo, por favor.
—¿Qué te he hecho, abuela? —Me has.
—Me has tocado, dijo al fin. —¿Cómo que te he tocado? ¿Qué quieres decir? —Pues eso, Carlitos, que me has tocado. De repente empezaste a sobarmelas, el cuerpo, de una forma muy… obscena. Volví a dejar caer la cabeza en el cojín del sofá y me tapé los ojos con una mano, con aire melodramático. Estaba rozando la sobreactuación, pero la cosa marchaba bien.
A todo esto, mi polla seguía dura y palpitando en mis pantalones. El efecto del tónico había desaparecido de mi cerebro, pero continuaba activo en mi cuerpo. Caí en la cuenta de que ella me la había visto, en todo su esplendor, y me había subido los pantalones cuando estaba inconsciente. Seguro que no había podido evitar echarle un buen vistazo antes de devolverla a su guarida de algodón y poliéster.
Imaginar esa escena y escucharla describir mis deplorables actos me excitó bastante, pero no podía dejar que eso me distrajese de mi notable actuación. —No puede ser. ¿Cómo he podido hacerte algo así? Perdóname. Lo… lo siento mucho, me lamenté, compungido. —No pasa nada, cariño, tranquilo. No eras tú mismo. Te debió dar un tabardillo y se te fue la cabeza.
Me limité a sentir, como si fuese incapaz de hablar. Me sorprendí de mi buena suerte, la víctima de mi arrebato lascivo no sólo no estaba enfadada conmigo, sino que trataba de justificar mis actos. Pasaste mucho rato a pleno sol lavando el coche, continuó, en tono comprensivo. Y después trabajaste como un burro en el
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