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El Narrador de Historias
La Dama del Abanico

La Dama del Abanico 2t6r41

21/4/2025 · 07:03
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El Narrador de Historias

Descripción de La Dama del Abanico q6p1j

En este nuevo episodio de El Narrador de Historias, exploramos una leyenda surgida en las antiguas calles de la Ciudad de México: La Dama del Abanico. Un relato que mezcla elegancia, misterio y terror… ¿Quién es esta figura que aparece entre la neblina y deja tras de sí un escalofrío imposible de ignorar? Escúchalo con audífonos, en la oscuridad… si te atreves. El Narrador de Historias es un podcast de leyendas, relatos paranormales e historias enviadas por nuestros propios oyentes. Nuevos episodios cada semana. Síguenos y suscríbete en: Spotify, Amazon Music, Apple Podcast, Castbox, iVoox, iHeart Radio. Manda tu historia o comentario a: [email protected] Yo soy… El Narrador de Historias. Buenas noches. 1a141k

Lee el podcast de La Dama del Abanico

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

¡Bienvenido a El Navador de Historias! La Ciudad de México esconde entre sus calles y callejones historias que desafían la razón, relatos de amores trágicos, de espectros que vagan sin descanso, de almas que claman justicia desde el más allá.

Hoy les contaré una leyenda que tuvo lugar en el Callejón de las Golosas, en la época colonial.

Es una historia de engaño, venganza, pasiones, la historia de la Dama del Abanico.

Longinos Peñuelas era un hombre adinerado, conocido por su vida de excesos y placeres mundanos.

No había mujer que no pudiera conquistar con sus palabras seductoras, sus regalos lujosos o sus carencias embusteras.

Sin embargo, cuando lograba su cometido las abandonaba sin remordimientos, condenándolas al desprecio, al destierro o incluso la locura.

Una noche después de dejar el lecho de una mujer casada, Longinos recorría las estrechas calles rumbo a su casa.

La luna iluminaba tenuemente el empedrado, cuando al pasar frente a una antigua casa de dos balcones, una visión lo dejó sin aliento.

Una mujer joven, vestida completamente de blanco, miraba extasiada a las estrellas, mientras se abanicaba con un delicado abanico de encaje.

La brisa nocturna jugaba con su cabello y, de repente, un pañuelo resbaló de sus manos.

—¡Señorita, se le ha caído esto! —dijo Longinos.

Ella lo miró con una sonrisa suave, y cuando sus manos se rozaron al recibir el pañuelo, Longinos quedó preñado de sueñeza.

Pasaron la noche conversando y acordando verse, cada noche, siempre a la misma hora, siempre en el mismo balcón.

Noche tras noche, Longinos se enamoraba más y más de aquella misteriosa joven, hasta que, en un momento de pasión, él intentó besarla.

Ella interpuso su abanico y, en el forcejeo, la frágil concha nácar del abanico se partió en dos.

La joven guardó una mitad y le dejó la otra en manos de Longinos.

En una de sus reuniones, ella le pidió que no se vieran por dos noches, pero prometió que en la tercera escaparía con él, llevando a su pequeño hijo.

Longinos aceptó impaciente, contando las horas hasta el reencuentro.

Pero la impaciencia lo venció y acudió antes de lo pactado.

Lo que encontró lo dejó helado.

La casa, aquella casa donde cada noche veía a su amada, estaba vieja y en ruinas.

No había luz en los balcones, no se hallan susurros, no había rastros de vida.

¡Rosaura! ¡Rosaura, soy yo! Dos mujeres que pasaban por el lugar lo observaron con extrañeza.

¿A quién llama, caballero? ¡A la joven del balcón! ¡Rosaura Alcerreca! La otra mujer le dijo.

Esa casa está abandonada desde hace diez años.

Dicen que ahí habitó don Hermenegildo Alcerreca con su hija.

Pero un día desapareció sin dejar rastro.

Longinos sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.

¿Qué podía ser? La había visto, la había tocado, había hablado con ella.

Llamó a un cerrajero y a un sacerdote.

Al entrar, descubrieron paredes cubiertas de polvo y un aire pesado que oprimía el pecho.

Y se dirigieron al cuarto donde se encontraba el balcón y al abrirlo, dos esqueletos yacían en el suelo.

Uno pequeño, frágil, de un bebé.

El de una mujer que aún sostenía entre sus huesudos dedos la mitad de un abanico de concha nácar.

El sacerdote murmuró oraciones mientras Longinos caía de rodillas, con el rostro desencajado.

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