
Adicción a los videojuegos. Capítulo 8 1z4uv
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Hoy presentamos Adicción a los videojuegos.
Capítulo 8 Me encerré en mi habitación a cal y canto. Me acerqué a la ventana y me puse a mirar hacia la calle, apoyando mis codos sobre el alféizar mientras intentaba ordenar mi cabeza.
Mirando a la gente pasar pensé lo mucho que me gustaría poder largarme lejos durante un tiempo donde nadie me conociese ni supiese lo que me estaba pasando.
Me acerqué a mi escritorio, aparté la silla, girándola, y me senté con desgana. Me descalcé y apoyé los pies sobre el borde del mueble mientras apoyaba mis manos sobre mis muslos.
Giré las palmas hacia arriba y las miré, durante el día de hoy habían acariciado los cuerpos de unas chicas preciosas y, sin embargo, ahora, esa idea no era suficiente para animarme.
Definitivamente, todo se estaba complicando muchísimo, y siempre era María el factor que se repetía en todo lo que me ocurría, en lo bueno y en lo malo. Sí, seguro que ella tenía la culpa. No lo entendía, por una parte, se había convertido en mi guía de excepción para el descubrimiento sexual, abriéndome muchas puertas y brindándome un sinfín de posibilidades, pero el precio que me hacía pagar por todo ello, la ansiedad, los agobios derivados de sus insufribles celos, todo eso me parecía un precio demasiado alto.
Tenía que tomar una decisión, no podía seguir así. Solamente quería recuperar mi vida, tal y como era antes de que comenzasen los escarceos con mi hermana. Me levanté de un salto, cogí mi mochila que era lo que tenía más cerca y la tiré con rabia encima de mi cama. Joder, ojalá no la hubiese tocado nunca, aunque me la siguiera pelando todo el día como un mandril.
Tras golpear sobre el colchón, por el hueco que quedaba sin cerrar de la cremallera salió el tirante del sujetador de Raquel. Mierda, tengo que esconder esto antes de que lo vea alguien, pensé. Se me ocurrió esconderlo en mi armario, en el estante de arriba, donde guardaba mi maleta para cuando íbamos de viaje, seguro que ahí no miraba a nadie. Una vez escondía las sugerentes prendas que me había regalado mi nueva amiga, silencié mi teléfono y me tumbé en la cama buscando un poco de calma, no quería que María me machacase a mensajes.
Necesitaba desconectar porque el día estaba siendo una auténtica montaña rusa emocional y la actividad física muy intensa. Esto era de locos, si lo pensaba bien, me había metido en un berenjenal considerable, y todo por culpa de las hormonas y mi falta de autocontrol. Tal vez estaba siendo muy duro conmigo mismo, pero lo cierto es que tampoco tenía otra referencia con la que compararme.
Me vino a la memoria un comentario que me hizo mi abuela poco antes de morir.
Vicentico, ten cuidado con las mujeres, que tiran más dos tetas que dos carretas, y los hombres sois muy facilones. Cuánta razón tenía aquella mujer y cuánto la echaba de menos.
Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, me venció el cansancio y me quedé dormido. No sé cuánto tiempo estuve durmiendo, pero lo que sí recuerdo era escuchar cómo golpeaban la puerta de mi habitación y una voz que gritaba mi nombre. Mientras volvía entre los brazos de Morfeo, lo primero que me vino a la mente era la discusión con María y pensé. Joder, ya está otra vez.
Pero cuando me espabilé un poco distinguí que la voz pertenecía a mi padre y parecía cabreado.
—Vicente, que abras la puerta te he dicho.
—Ostras, voy, papá.
Me levanté lo más rápido que pude y descorrí el pestillo de la puerta, abriéndola casi a la vez, me encontré con la cara de mi padre con expresión de pocos amigos y la cara de Carmen, mi madrastra, que miraba por encima de su hombro estirando el cuello.
—¿Se puede saber por qué narices has cerrado por dentro? —¿Y por qué no contestabas? Llevo un rato aporreando la puerta y me estabas asustando.
—Lo siento, papá, me quedé dormido.
—¿Y desde cuándo te encierras por dentro? —Ya te he dicho que lo siento.
—Aún no me has respondido, Vicente.
—Te he dicho que lo siento, joder, déjame en paz.
Aún no había acabado de decirlo y ya me estaba arrepintiendo.
Nunca le hablaba así a mi padre, la relación con él era muy buena, lo cierto es que era una persona excepcional y tan solo estaba preocupándose por mí.
Puso cara de pocos amigos, se aproximó un poco más a mí dando un paso y me habló de aquella manera tan paulista.
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