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El ensueño literario.
Un encuentro inesperado (Lectura un cap. de "Suite sa", I. Némirovsky)

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25/4/2025 · 21:08
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El ensueño literario.

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Se congrega una extraña reunión entre tensa y amistosa, como planetas que se rechazan y se atraen, en un baile incierto. 2c215k

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Lucille y el alemán habían coincidido una o dos veces en la penumbra del vestíbulo cuando Lucille cogía el sombrero de paja hacía tintinear un plato de cobre que adornaba la pared justo debajo de la cornamenta de ciervo que hacía a las veces de colgador. El alemán que parecía estar al acecho de ese débil ruido en el silencio de la casa abría la puerta e iba a ayudarla.

Le llevaba al jardín el cesto, las tijeras de podar, el libro, la labor o la hamaca, pero ella ya no le hablaba. Se limitaba a darle las gracias con un gesto de la cabeza y una sonrisa apurada creyendo sentir sobre sí los ojos de la señora Angélique al acecho tras una persiana. El alemán lo comprendió y dejó de mostrarse.

Salía de maniobras con su regimiento casi todas las noches. No volvía hasta las cuatro de la tarde y se encerraba con su perro en la habitación. A veces cuando Lucille cruzaba el pueblo al anochecer lo veía en el café, solo, con un libro en las manos y una cerveza en la mesa. Él evitaba saludarla y miraba a otro lado con el entrecejo fruncido. Lucille contaba los días. Se irá el lunes, puede que a su regreso el regimiento se haya marchado del pueblo. De todas maneras ha comprendido que no volverá a dirigirle la palabra. Todas las mañanas le preguntaba la cocinera. El alemán sigue aquí, Magd? Ya lo creo señora, respondía la anciana. Parece un buen chico.

Ha preguntado si a la señora le gustaría un poco de fruta. Se la daría con mucho gusto, caray, a ellos no les falta de nada. Tienen cajas de naranja. Son muy refrescantes, añadió Magd. Dividida entre la benevolencia hacia el oficial, que le ofrecía naranjas y que siempre se mostraba, como decía ella, tan simpático y tan tratable, y la cólera por el hecho de que los ses estuvieran privados de esa fruta. Esta última idea se impuso sin duda, porque la mujer acabó diciendo con repugnancia, que en cualquier caso son gentuza. Yo al oficial le quito todo lo que puedo, pan, azúcar, las pastas que le mandan de su casa y que son de harina buena, créeme señora. Y el tabaco que se lo mando a mi prisionero.

Eso no está bien, Magd. Pero la vieja cocinera se encogió de hombros. Ellos nos lo quitan todo, así que... Una noche cuando Lucille salía del comedor, Magd abrió la puerta de la cocina y la llamó. Podría venir un momento señora, hay alguien que quiere verla. Lucille entró temiendo que la sorprendiera la señora Angélie, a la que no le gustaba ver a nadie ni en la cocina ni en la despensa. No porque sospechara realmente que Lucille le robaba la mermelada, aunque en su presencia inspeccionaba los armarios ostensiblemente, sino más bien porque sentía el pudor de un artista sorprendido en su taller o una mujer mundana ante su tocador. La cocina era un santuario que le pertenecía en exclusiva.

Magd llevaba 27 años con ella y la señora Angélie otros 27, haciendo todo lo que estaba en su mano para que Magd jamás olvidara que no estaba en su propia casa sino en la de otros, y que en cualquier momento podía verse forzada a separarse de sus plumeros, sus cacerolas y su horno. Del mismo modo que el fiel, según los ritos de la religión cristiana, debe recordar constantemente que los bienes de este mundo sólo le han sido concedidos a título temporal y pueden serle arrebatados de la noche a la mañana por un capricho del creador. Magd cerró la puerta tras Lucille y en tono tranquilizador le comunicó la señora está en misa. La cocina era

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