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Tus fantasías más prohibidas están aquí. Relatos Calientes. Hoy presentamos.
Santa lujuria parte 3. La joven Rubí no podía creer lo que estaba viendo. El padre Damián había aparecido desde las sombras de la oficina de la Madre Superiora para quedarse ahí de pie, observándola. No podía comprender qué pasaba. Su mirada viajaba del padre Damián a la Madre Superiora, llena de confusión. De pronto se dio cuenta de que estaba desnuda frente a un hombre.
Se agachó con rapidez para tomar su túnica y ponérsela, pero la Madre Superiora la detuvo.
«Tranquila, hija mía», le dijo, tomándola de la mano y negando con la cabeza. «No pasa nada. El padre Damián está aquí porque necesita tu ayuda». A pesar de que las palabras de la Madre Superiora provocaban en ella curiosidad, la vergüenza no desaparecía de su mente. Luchaba por cubrir su virginal cuerpo, pero la Madre Amparo detenía sus manos con fuerza. «Madre, ¿qué está pasando?», preguntó Rubí, mientras trataba de rehuir la mirada del padre Damián como podía. «Ya te lo dije, hija mía». La Madre Superiora soltó los brazos de Rubí y se acercó donde el padre Damián se encontraba de pie. «El padre tiene el mismo problema que tú. Se ha visto atacado por el demonio de la lujuria». «¿Él? ¿También?», preguntó Rubí sorprendida.
Siempre había considerado a los sacerdotes como los hombres más pulcros que existían, y apenas podía creer que también ellos sucumbían ante la lujuria. «Así es, hija», confirmó la Madre Superiora. «Los demonios de los siete pecados capitales son muy poderosos e inteligentes. Pueden penetrar en las defensas de las personas más santas.
El padre Damián fue engañado y ahora su cuerpo se encuentra igual que el tuyo, sometido a los designios de ese demonio». Rubí no podía entender cómo un demonio había engañado al padre Damián para poseer su cuerpo, pero ciertamente tenía sentido. Un hombre como él no sucumbiría ante el demonio a menos que fuera por un engaño, una mentira.
«Es por eso que me pidió ayuda», continuó la Madre Amparo, poniendo una de sus manos sobre el hombre derecho del padre Damián, quien no decía nada, se limitaba a mirar a Rubí. La joven notaba su mirada sobre su cuerpo desnudo y sentía escalofríos. Su cuerpo de nuevo reaccionaba de una manera extraña, casi como si le gustara ser observado por un hombre. «No podemos dejar que un siervo de Dios sea poseído por uno de los demonios más fuertes, ¿verdad, hija?».
Rubí no respondió al instante y es que su mente se encontraba tratando de descubrir por qué su cuerpo se estaba calentando ante la mirada del padre. A la única explicación que pudo llegar es que el demonio de la lujuria de nuevo estaba tomando el control de su cuerpo. Miró al padre Damián. Nunca lo había visto como un hombre, sino siempre como una autoridad superior a ella.
Pero ahora que lo veía bien, era un señor atractivo. Probablemente sería de la edad de su padre. Y aunque no tenía mucho que ver con el chico que a ella le había gustado antes de entrar al convento, su cuerpo estaba reaccionando de una manera extraña al verlo ahí y saber que estaba observándola con ojos lujuriosos. De pronto volvió a encontrar la respuesta a su comportamiento y porque estaba sintiéndose atraída por el padre Damián. El demonio del sacerdote estaba tratando de atraer al de ella.
Al pensar en esto, se sintió aliviada, pues eso significaba que no era ella la que estaba traicionando las enseñanzas y las reglas del convento, sino que estaba siendo obligada por el demonio. «¿Hija?», escuchó de pronto la voz de la madre superiora. No supo cuántas veces lo había hecho antes de salir de sus extraños pensamientos. «¿Estás bien?» «Sí, madre», respondió con cierta turbación en su juvenil e ingenuamente. «Es solo que…» «Acércate, hija mía», le ordenó la madre superiora.
Rubí dudó. Estaba desnuda. Seguía sintiéndose muy avergonzada, pero la mirada de la madre Amparo le recordó que ella había aceptado hacer todo sin rechistar, y el ansia que tenía por lograr expulsar a aquel demonio de su cuerpo era mucho mayor que la vergüenza que pudiera sentir. Dio unos cuantos pasos hasta llegar a estar frente a ellos. La mirada de los dos sobre su cuerpo la hizo sentirse muy nerviosa. Ella no entendía que ese brillo en los ojos del padre era justamente lujuria. Y no un momento más.
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