
Los Quintacolumnistas del Cielo - Artículo de Javier Sierra para 'La Razón' - EDENEX - p6c11
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En "Los quintacolumnistas del cielo", Javier Sierra nos guía por un fascinante recorrido entre la literatura, la tradición oral y el misterio, tomando como punto de partida la inquietante figura del forastero misterioso de Mark Twain: un extraño que aparece de la nada, predice acontecimientos y desaparece como si jamás hubiera existido. A partir de esa figura, Sierra conecta con un suceso real recogido por la antropología en el pueblo conquense de Casas de Benítez en 1931, donde una mujer campesina afirma haber hablado con un desconocido de barba profética que le anuncia una forma insólita de traer la lluvia… que nunca llega. Con maestría narrativa, el autor entreteje ese episodio olvidado con relatos bíblicos, figuras mitológicas como Quetzalcóatl o Viracocha, y la sospecha literaria de que, quizás, estos mensajeros de lo invisible —que aparecen justo antes de que el destino cambie— son algo más que ficciones. ¿Ángeles? ¿Espías celestes? ¿Manifestaciones del inconsciente colectivo? Sierra, sin caer en afirmaciones categóricas, sugiere que estos personajes podrían ser los verdaderos quintacolumnistas del cielo: seres que cruzan la frontera entre mundos para sembrar advertencias, guiar —o confundir— a los humanos, y después esfumarse. Una mirada poética pero inquietante sobre las visitas del misterio, que siguen inspirando tanto la literatura como su propia obra novelística, como El fuego invisible o El plan maestro. https://www.edenex.es 37215q
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Los Quintacolumnistas del Cielo.
Las historias de forasteros misteriosos parecidos darían para conformar un género literario propio.
Javier Sierra.
Cuando Mark Twain murió en abril de 1910, dejó sin punto final un libro que había titulado El forastero misterioso.
Su historia transcurría en Austria alrededor de un caminante que, un buen día, llegó a un pueblo cualquiera y comenzó a ganarse la confianza de sus vecinos contándoles historias exóticas.
Los primeros en hablar con él fueron los niños de Esseldorf.
Les estremeció que el extraño se presentara como Satanás, sobrino del de la Biblia, pero los desconcertó aún más que empezara a regalarles vaticinios para sus familias y que éstos se cumplieran con siniestra precisión.
Es un relato que se oscurece por momentos.
Las profecías se hacen cada vez más ácidas y, al poco, terminan tornándose mortales.
Me crucé con ese forastero misterioso mientras me documentaba para El fuego invisible.
Andaba buscando un antihéroe para una trama que se levantaba alrededor de la creatividad y la sensación que tienen algunos autores de que las grandes ideas no son suyas, sino que les han sido dictadas por algo o alguien invisible.
Twain llegó justo a tiempo.
Me sirvió para construir a los malos de mi novela, pero ahora se ha colado otra vez en el universo de mi nuevo trabajo, El plan maestro.
Lo que no pude imaginar en aquella primera lectura es que esa clase de visitantes existieran de verdad.
Por increíble que parezca, se conocen cientos de historias sobre extranjeros que se presentan de repente en un lugar, anuncian alguna desgracia y se volatilizan después sin dejar ni rastro.
La mayoría nunca alcanzan las páginas de un libro.
Pero en 2011, la revista de dialectología y tradiciones populares publicó una de esas consejas.
Sucedió en el pueblo conquense de Casas de Benítez cuatro años antes de estallar la guerra civil.
Según el trabajo del antropólogo William Christian, profesor visitante de las universidades de California, Berkeley y París, corría el mes de mayo de 1930 cuando una de sus vecinas, Toribia del Val, apodada La Vaquera, encontró con un señor con toda la barba que se le presentó mientras recogía habas.
Aquel tipo surgió de la nada, como el Satanás de Twain, y le pidió algunas de las vainas que había recogido.
Mantuvieron una parca conversación sobre la falta de lluvia y cuando estaban a punto de despedirse, el hombre le soltó algo que la descolocó.
Esta sequía suya es porque quieren, le dijo.
También en procesión al San Isidro de Casas de Benítez y con la Virgen de la Cabeza de Pozo Amargo los unen en el sitio llamado La Poza.
Le prometo que las cataratas del Niágara serán una simple regadera comparadas con lo que va a lloverles.
A la buena de Toribia le faltó tiempo para correr a contárselo a todo el mundo.
No lo habría hecho de no haber visto al Barbudo desvanecerse delante de sus ojos y convencerse de que aquella visita tenía que ser un milagro.
Una señal.
Sé que parece una historia sacada de la novela de David Huclès, pero no es un invento.
Toribia convenció a su alcalde, un republicano ateo y poco dado a zarandajas, y con él a los dioses.
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