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La extraña desaparición del señor Merino
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Capítulo 2 de la segunda parte. (Como Ricardo conoció a sus nuevos vecinos)

Capítulo 2 de la segunda parte. (Como Ricardo conoció a sus nuevos vecinos) 4v315e

26/3/2025 · 23:21
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La extraña desaparición del señor Merino

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Ricardo es recibido con simpatía por los habitantes del pueblo, y encuentra el amor. 3n2e5b

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Capítulo 2. ¿Cómo Ricardo conoció a sus nuevos vecinos? Las horas pasaban. Ricardo y Gregorio iban hablando todo el viaje de aquel asunto, como es lógico. Cuanto más comentaban la situación, más se convencían de que la decisión que habían tomado era la acertada, y de que el argelino acabaría olvidándose de él si las noticias que le dieran por todas partes fueran que había desaparecido, como por arte de magia.

A mitad de camino pararon en un bar de carretera, para tomar un café y estirar las piernas. Al volver al coche, Ricardo se puso al volante para que descansara Gregorio, y continuaron camino.

Eran cerca de las 6 de la mañana, cuando llegaron a una estrecha y empinada carretera con muchas curvas y arboleda a ambos lados. Poco después llegaron a una explanada. «Gira a la izquierda», dijo Gregorio. Ricardo giró, y a los pocos metros Gregorio le dijo que parara allí, delante de una pequeña casa, con un enorme árbol detrás.

La luz del día empezaba a asomar. Ricardo bajó del coche y miró a su alrededor. El panorama le parecía desolador. Vio unas cuantas casas, unos cuantos árboles y un suelo de grava y tierra. «Ánimo, hombre», dijo Gregorio que vio la expresión de su cara. «Si esto también tiene su encanto, ya lo verás». Gregorio entró en la casa con una linterna y conectó las luces.

Salió y abrió el maletero. «Ayúdame», le dijo a Ricardo, que permanecía como pegado al suelo, en el mismo sitio donde había bajado. Entonces él reaccionó y ayudó a Gregorio a meter la compra y la ropa. Cuando hicieron esto, Ricardo le echó un vistazo a la casa. Esta constaba del comedor nada más entrar. Una habitación grande a la derecha, la cocina, con una puerta que daba un patio a la izquierda y al fondo, un baño.

Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas que Gregorio había puesto en su día para evitar que les cayera polvo. «¿Qué te parece?», preguntó Gregorio cuando Ricardo terminó de mirar. Este no contestó. Se limitó a mirar a Gregorio con cara de pena. «Ricardo, no seas infantil. Ya te lo he dicho, esto no es una cárcel. De aquí puedes salir cuando quieras, de una tumba no».

Ricardo sonrió y dijo «Tienes razón, no te preocupes». «Esa es la actitud», contestó Gregorio.

«Los vecinos del lado son muy buena gente. Si necesitas algo, pídeselo a ellos. Recuerdo que tenían una furgoneta. Si ya no la tienen, al final de esa carretera hay una parada de autobús. Pero no te exibas mucho. Si bajas a la ciudad, ponte un gorro, unas gafas o algo así.

El diablo enreda». Los dos callaron y se miraron. A Gregorio le daba mucha pena dejar allí solo a Ricardo, pero lo necesitaban más en Valencia, ocupándose de sus cosas. «¿Algo más?», preguntó.

«No», contestó Ricardo. Y dando un abrazo a Gregorio, agregó «Ten mucho cuidado. Dentro de unos meses nos raidemos de esto, ya lo verás. Yo me marcho ya. Dormiré un poco en algún hotel y después de comer seguiré el camino. Para llamarme sí que tendrás que bajar a la ciudad, aquí no hay cobertura». Los dos salieron. Gregorio subió al coche y se alejó. Ricardo se quedó en la puerta hasta que lo perdió de vista. Entonces entró y se acostó. Llevaba todo el día y la noche anterior sin dormir y sin comer. Estaba cansado y se durmió enseguida.

A las ocho de la tarde se despertó. Entonces sí tenía hambre. Fue a la cocina y rebuscó en las bolsas. Lo único que le apeteció fue leche. Cogió un paquete de galletas y una taza grande de leche. Pero cuando la fue a calentar, se estrelló contra la primera realidad. No había microondas.

Entonces buscó por los armarios y encontró una cosa que vagamente recordaba que era un cazo.

Vio una vieja cocina de butano. Abrió el cabezal, pero cuando fue a encender el fuego, se estrelló con otro imprevisto. No había con qué encender. No se le había ocurrido comprar cerillas, y él no fumaba, así que no tenía mechero. Buscó algo por toda la casa, pero no encontró nada que le sirviera para tan sencillo cometido. «Ya voy viendo el encanto, ya» dijo malhumorado, mirando hacia la puerta como si Gregorio pudiera oírlo.

Entonces recordó lo que había dicho sobre los vecinos. Hacía frío, así que fue a las bolsas de ropa y cogió un grueso chaquetón de color gris que estaba nada más abrir. Salió afuera. Era de noche otra vez. No había ni un alma por la calle. Ricardo se dirigió a la casa de al lado, que estaba a varios metros.

Entre ambas solo había campo. Llegó a la puerta y llamó. «¿Quién es?» preguntó desde dentro una voz de hombre mayor. «Soy su vecino de al lado», contestó Ricardo. La puerta se abrió.

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