
Descripción de UNA MUJERCITA 2s452v
Esta mujer odia mi existencia pero no hace nada para ignorarlo, ¿por qué la irrito tanto? 216c6y
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Una mujercita.
Franz Kafka.
Una mujercita.
Es toda una mujercita, aunque muy delgada.
Suele además usar un corsé ajustado.
La veo siempre con el mismo vestido gris amarillento.
Algo así como el color de la madera.
Adornado discretamente con borlas en forma de botón de igual color.
Siempre sale sin sombrero.
El rubio cabello opaco y lacio es ordenado pero también muy suelto.
Aunque está encorsetada se mueve con agilidad y a veces exagera esa facilidad de movimiento.
Le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado con asombrosa rapidez.
Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano.
Si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya.
Sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica.
Es completamente normal.
Ahora bien.
Esta mujercita está muy descontenta conmigo.
Siempre tiene algo que objetarme.
Siempre cometo toda clase de injusticias con ella. Cada paso mío la irrita.
Si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado.
Estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto.
A menudo he pensado en eso.
¿Por qué la irrito tanto? Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas.
Hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros que la obligue a soportarme.
Debería decidirse a considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión no me molestaría.
Más bien, se la agradecería mucho. Solo debería decidirse a olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar y jamás querré.
Y evidentemente, todos sus tormentos terminarían.
Hago total abstracción de mis sentimientos, y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí naturalmente muy dolorosa.
Y no lo tengo en cuenta porque reconozco perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos.
De todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto.
No le interesa en absoluto mejorarme.
Y además, todo lo que en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme mejorar.
Pero tampoco le importa que yo progrese. Solamente le importan sus intereses personales que consisten en vengar séveros sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla.
Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de furor que nunca más repetiré esa tentativa.
Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo, cierta responsabilidad.
Porque, por menos intimidad que haya entre la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la irritación que le produzco, o más bien, la irritación que ella permite que yo le produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que le produce.
De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana amaneció pálida, insomni, con dolor de cabeza y casi incapacitada para el trabajo.
Esto hace que sus familiares se pregunten perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto.
Sólo yo lo sé. Es la antigua y siempre renovada irritación.
Claro que no comparto totalmente las preocupaciones de sus familiares.
Ella es fuerte y resistente.
Quien puede enojarse hasta ese punto puede con seguridad también pasar por alto las consecuencias de su enojo. Hasta tengo la sospecha de que ella, por lo menos, a veces, simula sufrimientos para dirigir hacia mí la sospecha de la gente.
Es demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple existencia.
Recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma.
Sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que se ocupe de mí.
Discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada vergüenza.
Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la oprime sin cesar.
Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio, callar y sólo decir.
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