SERMONES DESDE LA INHOSPITA TRINCHERA - SERMON DE LA FIESTA DE LA ASCENSION DEL SEÑOR - 2025 3j1tw

Esta es Cristiandad, luchando para que Cristo reine.

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Celebramos hoy la fiesta de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo a los cielos.

Tres jueves hay en el año que resplandecen más que el Sol.

Jueves Santo, Corpus Christi y la Ascensión del Señor.

Y al cumplirse los 40 días de su resurrección gloriosa, había cumplido ya Jesucristo el plan completo de su divina misión sobre la Tierra.

Cerrando el primer ciclo de la encarnación, y abriendo el segundo ciclo, que culminará con la parucía.

En efecto, los ángeles dijeron a los apóstoles, a los discípulos, hombres de Galilea, ¿por qué os iráis mirando al cielo? Este Jesús, que ha ascendido de aquí al cielo, vendrá, así como lo habéis visto marcharse al cielo.

Nuestro Señor había ido derramando consuelos e instrucciones en los discípulos, escogidos por Él para ser los primeros fundamentos del monumental edificio de que su divina persona era la piedra angular.

Nada quedaba por hacer.

Su resurrección patente y autenticada, la identidad de su persona puesta a la luz de la más clara evidencia, ratificada sus anteriores enseñanzas y ampliadas con nuevos y más autorizados documentos, instituido el primado de Pedro, consumado el sacerdocio, delegada a sus apóstoles toda potestad sobre humana criatura, asegurada la perpetuidad de la Iglesia y la protección divina a ella, hasta la consumación de los siglos, prometido para dentro de muy pocos días el supremo don del Espíritu Santo, nada faltaba ya.

Había llegado para Jesús la hora de la ascensión a los cielos.

Y para este acto, el último visible de su primera venida aquí en la Tierra, reunió Jesús a sus apóstoles e indudablemente con ellos a su Madre Santísima.

Y allí, ratificadas las últimas promesas y de nuevo confirmados los apóstoles en su misión respecto de todo el mundo, se le vio de repente elevarse de la tierra, remontarse como águila en la región del aire, mientras, extendidas las manos, amorosos los ojos, les daba a todos su potrera bendición, hasta que le ocultaron las nubes del cielo.

Momento sublime debió de ser aquel para los congregados en ese lugar.

En su corazón debieron de luchar, a la vez encontrados sentimientos, iración por el triunfo de su divino Maestro, gozo por su definitiva glorificación, a la vez que profunda melancolía por su ausencia, indefinible soledad del alma acostumbrada de tanto tiempo a la graciosa compañía de nuestro Señor.

Cuán triste les debió de parecer el valle de Jerusalén al descender de aquel monte, cuán pavoroso el aspecto del mundo entero cuya conquista moral debían ellos solos emprender.

No es verdad, porque una de las últimas palabras de Consuelo del Salvador había sido «No os dejaré huérfanos, me voy, pero volveré a vosotros, he aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos».

Y podían bien confiar en esa palabra, que era como el testamento de su Maestro, que no les había engañado jamás.

Volvieron, pues, a Jerusalén, se recogieron a la iglesia,