
La prodigiosa tarde de Baltazar | Audiolibro completo de Gabriel García Márquez 1k3r9
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Escucha "La prodigiosa tarde de Baltazar", un relato brillante de Gabriel García Márquez sobre la dignidad, el arte y la diferencia entre la riqueza material y la grandeza del espíritu. En esta historia, un humilde carpintero construye una jaula magnífica que despierta iración y asombro en su comunidad, pero su decisión final sorprende a todos. Disfruta de este audiolibro completo, una narración cargada de simbolismo y humanidad, donde cada acto tiene un significado más profundo. Suscríbete al canal y activa la campana 🔔 para más audiolibros de la mejor literatura universal. #LaProdigiosaTardeDeBaltazar #GabrielGarciaMarquez #Audiolibro #RealismoMagico #LiteraturaUniversal #CuentosClásicos #Mityc @mityc.oficial 4x1at
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La prodigiosa tarde de Baltazar.
Gabriel García Márquez.
La jaula estaba terminada.
Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo.
Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
«Tienes que afeitarte», le dijo Úrsula, su mujer.
«Pareces un capuchino».
«Es malo afeitarse después del almuerzo», dijo Baltazar.
Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de muchacho asustado.
Pero era una expresión falsa.
En febrero había cumplido 30 años.
Había estado con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado.
Ni siquiera sabía que para algunas personas la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo.
Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquel había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
«Entonces repósate un rato», dijo la mujer.
«Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte».
Mientras reposaba, tuvo que abandonar la hamaca varias veces para mostrar la jaula a los vecinos.
Úrsula no le había prestado atención hasta entonces.
Estaba disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse.
Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada.
Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca y había llevado la jaula a la mesa del comedor.
La contemplaba en silencio.
«¿Cuánto vas a cobrar?», preguntó.
«No sé», contestó Baltazar.
«Voy a pedir 30 pesos para ver si me dan 20».
«Pide 50», dijo Úrsula.
«Te has trasnochado mucho en estos 15 días.
Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida».
Baltazar empezó a afeitarse.
«¿Crees que me darán los 50 pesos?» «Eso no es nada para don Chepe Montiel, y la jaula los vale», dijo Úrsula.
«Debías pedir 60».
La casa yacía en una penumbra sofocante.
Era la primera semana de abril y el calor parecía menos soportable por el pito de las chicharras.
Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa y un grupo de niños entró en el comedor.
La noticia se había extendido.
El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzaba con su esposa inválida.
En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios.
A su esposa le gustaban los pájaros y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran capaces de comérselos.
Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo y al regreso pasó por la casa de Baltazar a conocer la jaula.
Había mucha gente en el comedor.
Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cúpula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer y dormir y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo.
El médico la examinó cuidadosamente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio y mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
«Esto es una aventura de la imaginación», dijo.
Buscó a Baltazar en el grupo y agregó, fijos en sus ojos maternales, «Hubiera sido un extraordinario arquitecto».
Baltazar se ruborizó.
«Gracias», dijo.
«Es verdad», dijo el médico.
Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud y unas manos delicadas.
Su voz parecía la de un cura hablando en latín.
«Ni siquiera será necesario ponerle pájaros», dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo.
«Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola».
Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la jaula y dijo, «Bueno, pues me la llevo».
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