
POESÍA A LAS MIL. EVGUENI EVTUSHENKO. AUDIOLIBRO 2o865
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POESÍA A LAS MIL. EVGUENI EVTUSHENKO. TRES MINUTOS DE VERDAD. AUDIOLIBRO Lectura realizada por Helena Trujillo y Clémence Loonis 286b5o
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Poesía a las mil. Un espacio de audiolibros con Elena Trujillo y Clemence Lounis.
Saludos amigos, hoy vamos a leer a Evgeny Evstuchenko el libro Tres minutos de verdad.
Acompáñanos en los próximos minutos. El vagón. El vagón permanecía maltrecho, donde la escoria recubre el talud. Envuelto en hierba hasta los topes, las ruedas hincadas en el terraplén. Y se convirtió en casa. Vivió gente en él. Largo tiempo les fue extraño.
Después se acostrumpraron. Montaron una estufa para estar más caliente en él.
Luego las filigranas del empapelado. Luego los geranios en la ventana. Luego instalaron cómodas. Luego, con chinchetas en la pared, postales con vistas derrompientes. Hicieron lo posible para que con sus geranios y empapelado no recordara que era un vagón.
Pero la memoria es implacable. Y no podía dormir cuando entre luces, silbidos y pedazos de humo volaban junto a él los trenes. Su aliento le rozaba. Su itinerario pasaba justamente al lado.
Silbaban. Y parecía que se lo iban a llevar consigo. Pero por más fuerzas que malgastó, no pudo levantar las ruedas. La tierra le agarraba por ellas. Y a ellas se aferraba el armuelle. Hubo un tiempo que por la espesura, a través de viento, canciones y fuego, también volaba el encuentro de la dicha. Bamboleando con su voz los vallados.
Ahora ya no puede correr a ninguna parte. Ahora ya no se moverá de aquí. Y la inmovilidad es como una penitencia por su impulso juvenil. Antes del encuentro. Los enamorados se citan, es costumbre, junto a monumentos, parques y escaparates. Y sólo yo, vagabundeando en cualquier lugar, en los centros ajenos, estaba solo. Si a alguna parte me llamaran, yo le caminaba y le daba, ¿a dónde? Al teatro, ahora. Quizás sería tarde. ¿A casa? Para ir a casa nunca es tarde. Fui a la estación y a la cajera de la taquilla. A duras penas, indemne en el barullo. Pedí billetes a alguna parte y tomé un cercanía sin saber por qué.
Se puso en marcha. Aperturas en el vagón me estrujaron contra la pared. La ventanilla era un centelleo de luces nocturnas. A mi lado, un viejecito con espejuelos dormitaba cansado de toda inquietud. Vivo apenas de la varaonda de la estación, con las cajas de cartón de los ravioles en la cesta de sus rodillas. Dos mujeres se razonaban sin ocultar de nadie sus cuitas. La gente no cesaba de subir y de bajar. En una estación me bajé también yo. Caminé sin cuidar a dónde mientras la noche cubría por todos lados los carteles.
Cuidado, arsenes albos, de un andén cubierto de cáscaras de girasol. De ahí salté directamente al sendero. A lo lejos sobrevoló las travesías un silbido. En una dacha pusieron el disco. La ciudad de Samara, de Vanglanova. En cuclías, ante una hoguera, un obrero se calentaba agitando el agua de un puchero. Pasó un guardagujas golpeteando los rieles. Un *** a media voz. Desde el puentecito de tabla sin balaustrada. Y yo, de pie, escuchaba locomotoras cual si con el orbe entero hablará. El mundo discurría con luces y hojas caídas chapoteando a mis pies como la resaca.
En algún lugar cercano, casi ahí mismo, tenía yo que encontrarme contigo.
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