
Pablo Iglesias: haz lo que yo diga, no lo que yo haga k2e2g
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Pablo Iglesias lleva unos meses siendo protagonista. Ataques a su rival político directo Sumar, apología de un aceite de oliva comunista, la publicación de un libro, la lucha contra el fascismo ejemplificada en lanzar micrófonos por los aires y ahora la última, un proyecto de micromecenazgo para ampliar Subar, la taberna Garibaldi, a un local de mayor superficie.
Hace apenas un mes, en un acto llamado La Quinta, combatir a la ultraderecha en Europa y América Latina, Pablo Iglesias, como miembro de la mesa del evento, exponía que su taberna no se abrió para ganar dinero, sino para ganar poder y crecer, y que ojalá que en cada ciudad hubiera una taberna Garibaldi, porque eso da poder político.
Afirmaba que por eso movilizaban a toda la militancia, para que en todos los lugares donde haya poder, haya una presencia política de su proyecto, pues eso, según él, lo aprendieron de América Latina. Una vez más, asistimos a las mentiras disfrazadas de buenas palabras, y en eso Podemos y sus representantes han sido genios del marketing.
Pablo Iglesias y compañía son los comunistas 2.0 modernos, aquellos que, bajo la premisa de la lucha antifascista, mercadean con las ideas del progreso y las convierten en meras herramientas para enriquecerse. Esto no es nuevo, como el propio Iglesias afirma, es algo que hemos podido ver en varios países de América Latina. Líderes que empobrecen a su pueblo bajo políticas sociales de progreso e igualdad, pero que luego disfrutan del hiperconsumismo supuestamente capitalista contra el que luchan. Haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga.
Aspirar a enriquecerse y mejorar económicamente es un yugo que sólo pueden soportar los líderes de estos movimientos, pues ellos se sacrifican por el pueblo mientras la población sufre las consecuencias de sus políticas. Pablo Iglesias, ex vicepresidente del gobierno y ahora también empresario hostelero, es el ejemplo vivo de esto. Años enriqueciéndose a costa de su militancia y viviendo un ocaso político dorado gracias a las consecuencias directas del sistema que dice despreciar. Pero claro, si hay estados de por medio, podemos esperar lo peor.
El comunismo ha sido presentado como una fuerza redentora del pueblo, una ideología surgida para combatir la desigualdad desde la raíz. Lo ocurrido a lo largo del siglo XX dejó claro lo contrario. El comunismo no elimina las clases sociales, sino que las invierte. La nueva élite revolucionaria sustituye a la anterior, manteniendo intacto el privilegio de vivir a costa del trabajo ajeno. Y en la actualidad, ese privilegio se materializa en la mercantilización de un discurso que apela directamente a las emociones, a la sensación de estar votando ideas que simplemente suenan bien, a favor de lo bueno y en contra de lo malo, que diría el youtuber Un Tío Blanco Hetero.
El psicólogo Daniel Kahneman hablaba de dos sistemas que funcionan en nuestro cerebro, el sistema 1, que emite juicios inmediatos e intuitivos, y el sistema 2, que requiere de esfuerzo mental y elaboración para ello. Y es a este primer sistema al que apelan los políticos para situar sus discursos en la hegemonía cultural, la explotación de las emociones como la esperanza, el resentimiento histórico o la empatía. Al igual que ocurre en la publicidad, no se apela al raciocinio del receptor, sino a sus emociones.
En El mito del votante racional, Brian Kaplan, profesor de economía, explica que cuando la gente vota bajo la influencia de creencias falsas, que se perciben como buenas, la democracia produce persistentemente malas políticas. Y son estas falsas creencias las que los políticos y personas como iglesias utilizan, pues bajo el sentimentalismo de estar obrando de forma bondadosa, los votantes interiorizan un discurso.
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