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EDITORIAL GCO
Los ojos verdes - Gustavo Adolfo Bécquer (1836 – 1870)

Los ojos verdes - Gustavo Adolfo Bécquer (1836 – 1870) 1t3n63

10/5/2025 · 24:06
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Los ojos verdes de Gustavo Adolfo Bécquer (1836 – 1870). Los ojos verdes es uno de los cuentos que provienen del libro Rimas y Leyendas, escrito en 1861 por Gustavo Adolfo Bécquer. Trata sobre los espíritus femeninos de las aguas. La narración está inspirada en las leyendas en torno a la fuentona de Muriel de la Fuente. Rimas y leyendas es obra de Gustavo Adolfo Bécquer y fue editada en 1871 un año después de la muerte del autor. Se publico en dos volúmenes con prólogo de Ramón Rodríguez Correa. Fue sufragada por suscripción popular. En las "Leyendas", Bécquer expone sus teorías sobre la poesía y el amor. Sus Rimas iniciaron la corriente romántica de poesía intimista inspirada en Heinrich Heine y opuesta tanto a la retórica como a la ampulosidad que habían mostrado los poetas románticos anteriores. Gustavo Adolfo Bécquer cuando ya se sentía enfermo al final de su vida, entregó sus versos a su amigo Narciso Campillo. Bécquer ganó la fama póstumamente, con la publicación del libro "Rimas y Leyendas". En ese libro incluyó toda su producción poética. Durante su vida sólo publicó de forma irregular en algunos periódicos, entre ellos los llamados "Museo universal" y "La ilustración de Madrid". Para ganarse la vida trabajaba en el periodismo. La “musa” inspiradora de las rimas de este libro fue Elisa Guillén con la que Bécquer vivió una apasionada historia de amor desde 1858 hasta 1861, cuando ella le dejó. Para olvidar completamente a Elisa, pasó una temporada en el Monasterio de Veruela y poco tiempo después, el 18 de mayo de 1861, se casó con una mujer a la que no amaba, Casta Esteban a quien abandonaría en 1868. De 1861 a 1865 escribió la mayoría de sus leyendas, algunas rimas, crónicas periodísticas, y su obra "Cartas literarias en una mujer". 4c513o

Lee el podcast de Los ojos verdes - Gustavo Adolfo Bécquer (1836 – 1870)

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Los ojos verdes.

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel y luego he dejado, a capricho, volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda.

De seguro no los podré describir tales cuáles ellos eran, luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.

De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

Herido va el ciervo.

Herido va, no hay duda.

Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte.

Y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas.

Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban.

En cuarenta años de montero no he visto mejor galope.

Por San Saturio, patrón de Soria.

Cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompetas hasta echar los hígados y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los hijares.

¿No ves que se dirige hacia la fuente de los álamos y si la salva antes de morir podemos darle por perdido? Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia.

Y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la vez.

Pero todo fue inútil.

Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como un azaeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

¡Alto! ¡Alto todo el mundo! gritó Íñigo entonces.

Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo y enmudecieron las trompas y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

¿Qué haces? exclamó dirigiéndose a su montero y en tanto ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos.

¿Qué haces, imbécil? ¿Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque? ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos? Señor, murmuró Íñigo entre dientes, es imposible pasar de este punto.

Imposible.

¿Y por qué? Porque esa trocha, prosiguió el montero, conduce a la fuente de los álamos, la fuente de los álamos en cuyas aguas habita un espíritu del mal.

El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento.

Ya la res habrá salvado sus márgenes.

¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del moncayo, pero reyes que pagan un tributo.

Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa

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