
Descripción de Lloré sin ver Titanic 36n4i
https://bellaperrix.com ❤️ ¿Quién dijo que donde hay pelo hay alegría? Seguro que un melenudo de esos que van de machos por la vida. Puedo prometer y prometo que después de mucho comparar, me quedo sin lugar a dudas con el calvo, y no me refiero al atún... En este relato os cuento como un calvorota me hizo que llorara sin ver Titanic. 🔔 SÍGUEME y ACTIVA LA NOTIFICACIÓN para recibir mis relatos eróticos. 🔔 Un nuevo relato erótico cada LUNES!. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/1795339 154lo
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Dicen que donde hay pelo hay alegría. Me tomé tan al pie el dicho que descarté salir con un calvo por temor a aburrirme. Mi agenda estaba repleta de niñatos de melenas amplias y frondosas, tan sonsos en la cama como fuera de ella. En mis citas no había dado con lumbreras precisamente, sólo con mozalbetes de anuncio de champú con los que no se podía tener una conversación ni llegar al orgasmo. Ya lo dice el refrán, cabello largo me oyó un corto. Así y todo después de tantos fracasos aún sentía cierta adversión por las bolas de billar, por las frentes panorámicas, por las coronillas sin pelos y esas entradas propias de la deforestación amazónica.
Javier iba a ser el que me hiciera cambiar de opinión y el agua que un día me juré que no iba a beber. Se trataba de un muchacho alto, delgado, simpático, educado, culto y sin un pelo de tonto ni de listo. Físicamente no era mi tipo ni tampoco el de muchas, pero me hacía reír y entre risa y risa y alguna que otra carcajada supo llevarme al huerto sin que me diera cuenta. Una noche después de cenar, un paseo y unas cuantas anécdotas divertidas sobre su vida, acabé en su apartamento.
Hubieron pocos preámbulos, pues no teníamos ganas de tontear, tan sólo de joder hasta que nos dolieran los riñones. Su polla estuvo dentro de mí como si fuera de plástico y a pilas, es decir, sin parar de entrar y salir y sin deshincharse después de correrse. El calvorota resultó ser un auténtico semental, un garrañón incansable, una bestia que ha nacido para fornicar, un macho muy diferente a los insulsos greñudos que no aguantan tres movimientos de pelvis seguidos sin correrse y que corresponden al tipo de hombre que desafortunadamente las revistas de moda nos venden como prototipos de masculinidad.
Javier me inundó de semen las extrañas y esparció el resto de su depósito por todo mi cuerpo, me pringó las tetas, descargó en los pezones duros y puntiagudos por la excitación, me regó mi vientre y encharcó mi ombligo, pintó de blanco mis glúteos y dio dos pasadas en el ojete con su soberbia brocha de carne. No contento con meterme la verga por la raja, con ponerme al rojo vivo, los labios vaginales y sacarle punta al clítoris, sino que incluso me partió en dos el culo. No era la primera vez que me somiezaban, ni creo que ésta fuera la última, dado lo bien que me lo paso cuando me la enchufan por la retaguardia, pero no creo que vuelvan a temblarme las nalgas como aquella noche, me la metió por el ojete a lo burro, o sea, de un solo golpe, y no paró de introducirla hasta que los cojones se incrustaron en la raja de mi culo.
Me hizo tanto daño que mis ojos se empañaron en lágrimas, no había llorado tanto desde que vi Titanic. El cipote reptaba por el recto como si fuera una serpiente entrando en una madriguera, y parecía que quería dar caza a lo que acababa de cenar. De hecho, dado el cocodrilo marrón que tenía cuando salió, se debió zampar lo que comí unos días antes. Javier, al ver el pene tan sucio, se ruborizó y trató de disculparse. Sentía vergüenza ante lo escatológico de la situación. Estaba un poco cohibido, sin saber cómo reaccionar.
No sabía si debía levantarse e irse al baño y lavarse con jabón o limpiarse con una servilleta de papel, cualquier cosa menos restregármelo por la cara. Se quedó inmóvil y dubitativo, mientras su polla daba síntomas de querer mengar. Por lo que tomé la iniciativa y le insinué que se dejara de tonterías. Si perforaba esa gruta no iba a encontrar oro negro, precisamente, sino más bien zumo de castañas. Le ordené que siguiera, que volviera a meterla donde estaba y que no se le ocurriera limpiarse, pues aquella pasta de herida iba a facilitar la penetración mucho mejor que cualquier lubricante.
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