
La llave de Plata, de H.P Lovecraft (AUDIOLIBRO) – Entre raíles 2p3m5i
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Es noche cerrada. En el este de Europa, soplan los últimos días de invierno mientras la puerta de una taberna, labrada en madera, cloquea. En el interior, dos jóvenes conversan.
Y en media hora, ¡paf! Se han esfumado.
Yo creo que es por el silencio, ¿sabes? ¿Cómo dices? Sí, joder, era algo que decía mi abuela. La hora del lobo. Hasta existe una palabra para ello, conciliábulo, o algo así. Cuando por la noche todo está en silencio, incluso los perros, y se aparecen espíritus, visiones y pesadillas.
Ja, ja, ya, claro, como el de aquel poema de Walt Whitman, Paseando bajo las estrellas, ¿no? ¿Cuál? Sí, ese que salió en aquella serie de televisión. A ver, ¿cómo era? Decía… Cuando escuché al doctor astrónomo. Cuando las pruebas y las figuras se ordenaron en columnas delante de mí. Cuando me mostraron las tablas y diagramas para que lo sumara, dividiera y midiera. Cuando, sentado, oí al astrónomo discurrir, con gran aplauso de la sala.
¡Qué pronto, inexplicablemente me cansé y enfermé! Hasta levantarme e irme, y me fui a deambular solo, en el místico, húmedo aire nocturno. Y de vez en cuando contemplaba en perfecto silencio las estrellas.
Un silencio se extiende entre ambos. Uno, sonriente y achispado por la bebida. El otro, asombrado.
Entonces, distinguen a alguien sentado en una esquina.
¡Espera un segundo! ¿A ese tío no le conozco yo de algo? El extraño está inmóvil, con las palmas sobre la mesa y la espalda recta. Viste retales viejos y una máscara sonriente.
Pero… ¿estás solo? Se acercan, y sobre la mesa descubren una cerveza aguada, caliente y sin tocar.
¡Eh! Oye, amigo, tú… No se mueve, no respira.
¿Estás bien? ¡Joder, ya sé quién eres! Eres ese tipo que va por ahí contando cuentos, ¿verdad? El otro día te vi en el parque haciendo un espectáculo de marionetas para unos críos.
A lo mejor no quiere que le molestemos.
Nah, ¿y qué está haciendo aquí si no? Solo y aburrido. Venga, tío, anímate. Cuéntanos algo.
El desconocido se mueve por primera vez, como activado por un resorte. Ha cogido aire, pues es dudoso que antes lo tuviera.
¿Queréis decir a vosotros, muchachos? Sí, sí, ¿por qué no? ¿Qué os parece una anécdota sobre doctos perseguidores de la verdad, perdidos en medio del conticinio nocturno? O no, quizá mejor ciegos bajo el sol del mediodía.
¡Exacto, eso es! ¿Sí? Muy bien.
El desconocido se acomodó en la silla, echando a un lado la bebida que no había tocado.
Su máscara pareció sonreír al inclinarse mientras hundía la barbilla. Por las rendijas oculares sus ojos azules relampaguearon.
Decidme, ¿habéis oído hablar de Randolph Carter? No.
No, claro que no.
Perfecto. Venid, acercaos. Era un hombre astuto y muy inteligente, oriundo de una pequeña ciudad americana llamada Arkham. Pero cuando tenía 30 años, Randolph Carter perdió la llave de la Puerta de los Sueños. Antes de eso, había suplido el prosaísmo de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas ciudades antiguas situadas más allá del espacio y a preciosas e increíbles tierras fértiles al otro lado de mares etéreos.
Pero cuando la edad madura le endureció, sintió que esos privilegios se le escabullían poco a poco hasta que, finalmente, los perdió por completo. Sus galeras ya no pudieron remontar el río Ucranos más allá de los dorados chapiteles de Thran. Ni sus caravanas de elefantes pudieron atravesar las fragantes selvas de Kled, donde olvidados palacios de jaspeadas columnas de marfil duermen bajo la luna, hermosos e intactos.
Había leído mucho acerca de las cosas reales y había hablado con demasiada gente. Los filósofos, siempre bien intencionados, le habían enseñado a examinar las relaciones lógicas de las cosas y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus quimeras. Su capacidad de asombro, en consecuencia, había desaparecido. Y había olvidado que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes en nuestro cerebro. Y que no hay ninguna diferencia entre las que son fruto de las cosas reales y las que son fruto de las cosas reales.
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