
Descripción de En este telar infinito 6g1b4n
Un hilo que empieza en una pequeña isla y termina allá arriba, entre las estrellas. 692u47
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Llegaron cargados con instrumentos extraños, cajas de madera con largos palos y piezas de metal.
Parecían armas, pero no lo eran.
Ellen, que esa mañana había salido antes hacia su trabajo en el almacén porque tenía inventario, se paró para observar aquella peculiar comitiva.
Además de los mozos y su singular equipaje, había cinco jovencitas.
Avanzaban levantando las faldas para protegerlas del rocío que a esa hora temprana perlaba las praderas de Iowa y atendían a una mujer que, a juzgar por lo que Ellen escuchó, era su maestra.
Cuando encontraron la explanada ideal, se acomodaron.
Ellen, siempre curiosa, se acercó un poco más.
La profesora levantó el reloj que llevaba enganchado en su cinturón y anunció «Señoritas, faltan tres horas para el eclipse, comiencen a montar los telescopios».
Era el 7 de agosto de 1869 y en aquella pradera se cosió el futuro de Ellen y el de María, la sorprendente mujer que, junto con sus alumnas, apuntaba la mirada al cielo.
La historia, nuestra historia, es una sucesión de hilos.
Cada uno nace a partir de una pregunta y es la obra de aquellos que quisieron saber más, los que prefirieron cuestionarlo todo antes que vivir con medias respuestas.
Cada interrogante supone una puntada y va dejando huella.
A veces podemos vivir para seguir hilando y en otras ocasiones nuestra labor la prosiguen los que vienen después de nosotros, formando un telar infinito.
Así aconsejaba el poeta Rilke a su amigo el cadete Capus.
Intenta amar las preguntas en sí mismas, como si fueran habitaciones cerradas o libros escritos en una lengua extranjera.
No busques ahora las respuestas que no estés preparado para vivir, pues la clave es vivirlo todo.
Vive las preguntas ahora, quizá poco a poco, sin percatarte, vivas para llegar, un día lejano, a la respuesta.
Soy Nuria Pérez y esto es Meraki, un podcast con alma.
En la parte oeste del Atlántico se encuentra Nantucket, la isla de balleneros que inspiró el Moby Dick de Herman Melville.
Allí en 1818 nació María Mitchell, la tercera de diez hermanos de una familia de cuáqueros donde la sencillez y la honestidad se sentaban cada día a la mesa.
Su madre, Lidia, era conocida por haber leído todos los libros de la biblioteca de la isla donde trabajaba.
Su padre enseñaba en la escuela local y era un entusiasta de la astronomía.
Educaron a hijos e hijas por igual, según la tradición cuáquera, y María pronto destacó por sus ganas de aprender.
Por las noches agotaba velas estudiando latín y alemán, y cuando su padre montaba el telescopio, se sentaba a su lado y lo escuchaba hablar con pasión de planetas y estrellas.
¿Quiénes son los mejores científicos del mundo? preguntaba María.
Los Herschel, respondía ella. No tenía ni nueve años y ya iraba a John Herschel, el astrónomo británico que había descubierto Urano, y sobre todo a su hermana Caroline.
Su padre le contó que con diez años Caroline Herschel había cogido el tifus.
La enfermedad paró su crecimiento y perdió la vista en un ojo, y aún así, aquella diminuta mujer de un metro y veintinueve centímetros, se convirtió en la primera astrónoma de la historia y descubrió ocho cometas.
Inspirada por aquellos ingleses, María se escapaba siempre que podía al ático para observar el cielo.
Su padre, intuyendo la capacidad de aquella hija, talló un pequeño cuadro para su puerta que anunciaba, María está trabajando, no molestar.
En 1831, cuando María tenía doce años, el rey de Dinamarca ofreció su vida.
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