
El Aleph | Audiolibro completo de Jorge Luis Borges j346c
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Explora el universo infinito contenido en un solo punto con “El Aleph”, uno de los relatos más impactantes de Jorge Luis Borges. Una narración donde convergen el tiempo, el espacio y la obsesión, narrada fielmente para que puedas vivirla en voz. Este audiolibro forma parte de Mityc, donde cada relato es una puerta hacia lo desconocido, lo eterno y lo esencial de la condición humana. 🔗 Canal oficial en YouTube: https://www.youtube.com/@mityc.oficial 4u6725
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El Alep. Jorge Luis Borges.
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios.
El hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad.
Alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado.
Muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños.
Visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible.
De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos.
Beatriz Biterbo, de perfil, en colores.
Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921.
La primera comunión de Beatriz.
Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri.
Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Ípico.
Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino.
Beatriz, con el pequinés que le regaló Villegas a Edo.
Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón.
No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros.
Libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Biterbo murió en 1929.
Desde entonces, no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa.
Yo solía llegar a las 7 y cuarto y quedarme unos 25 minutos.
Cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más.
En 1933, una lluvia torrencial me favoreció.
Tuvieron que invitarme a comer.
No desperdicié, como es natural, ese buen precedente.
En 1934, aparecí, ya dadas las 8, con un alfajor santafecino.
Con toda naturalidad me quedé a comer.
Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada.
Había en su andar, si el oxímoron es tolerable, una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis.
Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos.
Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del sur.
Es autoritario, pero también es ineficaz.
Aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa.
A dos generaciones de distancia, la S italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él.
Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante.
Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos.
Tiene, como Beatriz, grandes y afiladas manos hermosas.
Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Ford, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable.
Es el príncipe de los poetas de Francia, repetía con fatuidad.
En vano te revolverás contra él, no lo alcanzará, no, la más infisionada de tus aetas.
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país.
Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
Lo evoco, dijo con una animación algo inexplicable.
En su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines.
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil.
Nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña.
Las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura.
Le dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho.
Esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el canto augural, canto prologal o simplemente canto prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años.
Sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.
Primero, abría las compuertas a la imaginación, luego a la mente.
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