
Descripción de La ventana 3ke3h
Quique Pesoa es uno de los grandes narradores de la radio argentina. Cada medianoche del sábado al domingo, desgrana una narración de los grandes escritores de todos los tiempos. Relatos sociales, fantásticos, cómicos… Una verdadera colección de joyas literarias para amenizar las noches de los sábados en la mejor compañía. Aquí vas a encontrar todos los podcasts de los relatos que se emitan. i2m3k
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Cuentos de medianoche. El cuento de hoy se titula La ventana y pertenece a Clara Obligado, un brillante porvenir. Te espera un brillante porvenir, hija mía. Y Merceditas no pudo evitar una mueca burlona que se encaramó en su boca infantil, sobre los rulos de la frente, sobre el cuerpo bien formado, redondo, si su madre supiera.
Si supiera, como lucía, lo que realmente estaba pasando. En realidad ella sólo esperaba que la vida se deslizara plácida, pero sin embargo, pero sin embargo, Merceditas se aburría. No como cualquier mujer casada, hilvanando días en el rincón más dulce de la casa. No, hay que verlo, lo mío sale de lo común.
Tú cierras los ojos y te dejas hacer, le había dicho su madre pocos días antes del casamiento.
Lucía tarareaba milongas, ordenando regalos, organizando sedas, mientras, como en un sueño, pasaba el tiempo de la espera, los camisones blancos y las sábanas trémulas y candorosas.
Es el hombre quien toma la iniciativa. Sólo tienes que esperar, rezar mucho, para que los hijos lleguen pronto, si su madre supiera. Los regalos enredaban sueños y promesas de vida cómoda, y don Evaristo la tomaba de la mano tan tiernamente en la sala oscura, y ahí se miraban, y era su dicha tan resplandeciente como el oro.
Merceditas había imaginado el futuro. Una vida brillante, saludando como en sueños a los amigos de Evaristo, a todos aquellos intelectuales parcimoniosos y acartonados, lentos en el hablar, rápidos al mirar. Hombres de mujeres enormes y distantes, entre las que ella tan joven sobresaldría como una rosa. Las tardes plácidas, sentada junto a su marido, en silencio, mientras él trabajaba en su diccionario, el más grande y completo que se hubiera escrito jamás en el mundo.
En la iglesia del Pilar, cubierta de lirios, Evaristo, entre nubes de incienso, la había esperado bajo el altar refulgente, mientras el brazo de su padre temblaba un poco en la entrega, y flotaban las plumas nerviosas del sombrero de mamá, y él, conmovido, la transportaba levemente como en un inmenso teatro entre mil fulgores y la gratia plena en las voces del coro, y ella conteniendo una lágrima que sólo veían brillar los ojos de él.
Pero, a la hora de dejarse hacer, Merceditas, tendida en la enorme cama matrimonial, custodiada por cuatro ángeles, rollizos y distraídos que tocaban la trompeta mirando el cielo raso, el cuerno de la abundancia pintado en la cabecera, envuelta en el pudor de las cortinas del docel, mil veces ruborizada y pensando, «¡Ay, Dios mío, en ti confío!», y se quedó dormida de tanto esperar.
Y antes de cerrar definitivamente los ojos virginales y percibir el sueño pesado de su marido, pensó que, bueno, ¡qué amable que es mi Dios! ¡Cómo permite que me acostumbre a él! La mañana fue el recuerdo de una sonrisa pícara de Lucía al ver las sábanas inmaculadas, la cama en orden y a don Evaristo rígido como una estatua, tomando mate y con la mirada perdida sobre sus libros. Y de esto
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