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El Oro y la Ceniza: Capítulo 4 - Audiolibro en Español

El Oro y la Ceniza: Capítulo 4 - Audiolibro en Español 3p1g4g

13/2/2025 · 26:40
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En el capítulo 4 de El Oro y la Ceniza, continuamos explorando los misterios de la existencia y la relación entre lo eterno y lo efímero. 🌟 Esta obra única nos invita a reflexionar sobre el crecimiento personal, el equilibrio espiritual y el significado de nuestras elecciones. A través de simbolismos y reflexiones profundas, este audiolibro te guiará en un viaje de transformación y autodescubrimiento. Dale play y sigue avanzando en este recorrido lleno de sabiduría. ✨🌿 #ElOroYLaCeniza #crecimientopersonal #reflexionesdevida #audiolibro #FilosofíaMística #mityc https://ivoox.descargarmp3.app/podcast-mityc_sq_f11983450_1.html https://www.facebook.com/MitycOficial https://www.facebook.com/groups/501067958429165/ https://www.mityc.com/ ✅ Hacernos saber vuestra opinión y peticiones en los comentarios. No olvidéis subscribiros para seguir recibiendo dosis de Historia, Misterio, Tecnología y Ciencia. 4n4y2l

Lee el podcast de El Oro y la Ceniza: Capítulo 4 - Audiolibro en Español

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Elieta Bekassis. El oro y la ceniza. Primera parte.
Capítulo cuatro. Señor, me permita llamar su atención en relación a un individuo judío
extranjero que, con su actividad nefasta, compromete la seguridad del país y entorpece
la obra de recuperación nacional. Las semanas posteriores a mi encuentro con Lisa Perlman,
fui todos los días a los archivos nacionales. Tanto para trabajar, escribía un artículo sobre
las denuncias que afectaran a judíos en París y en la región parisina, como para callejear por
el barrio. Mi propósito era estar cerca de la Ruedes Roussies, donde había conocido a Lisa.
Tal como averigüé de inmediato, vivía justo al lado de sus padres, en el 1 de la Ruedes
Mauvais-Gargons. Pasaba más ratos fuera que dentro, deambulando, esperando verla,
o simplemente para aspirar el aire que respiraba ella. A mediodía compraba un falafel,
cerca del edificio de los Perlman, en la confluencia de la Ruedes Roussies y la Ruedes
Ecouphes, y lo comía mirando los escaparates de las librerías judías, de los viejos colmados y
de las tiendas de alta costura. Otras veces iba a una pizzería oscura y vetusta en la que se
celebraban, sobre un fondo de música asídica, eruditas reuniones de estudiantes del barrio.
En ciertas ocasiones, antes de volver a los archivos, subía por la Ruebie Yedú Temple,
con sus elegantes tiendas y bares, y proseguía mi errante curso hasta la Rue de Rivoli,
hacia el majestuoso Hotel de Ville, imagen tranquilizadora de la República. Me gustaba
ese barrio amparado por casas antiguas, restaurantes kouscher, casas de comida
preparada y pastelerías donde había ese strudel a la dormidera que había probado
en casa de los padres de Lisa y que devoraba, casi ritualmente, todos los días. Mil granos
de polvo que me habían trastocado hasta el éxtasis, mil motas de arena pegadas al azúcar,
mil días y mil noches de paciencia, de esperar que ese pueblo nacido de una lejana promesa
consienta en abrirse y entregarse a mí. Los escaparates del restaurante Goldenberg,
curiosamente, no habían sido arreglados desde el atentado, y eran visibles los agujeros que
habían dejado las balas de los terroristas. ¿Sería desconfiada, rencorosa, la Ruedes
Roussies? Aún estaba un poco pálida, no repuesta del todo, y sin embargo animada
por el viento estival, después del primaveral que había diezmado sus yemas apenas despuntadas,
que había arrancado de raíz sus sólidos troncos, plantados en épocas antiguas,
que crecieron con orgullo y ardor para adornar la Ruedes Rivoli, cuadricular la
Place des Bosges. Dispuestos a defenderla con riesgo de su vida, cruz de madera, cruz de guerra,
para verse, viejo árbol enfermo, pobre tabla que nadie quiere salvo para, quemarla, pero no aquí,
un poco más lejos, más allá de la línea azul que antaño fortificaban sus ramajes.
Hoy en día son otras ramas las que, después del desierto, habían venido a dar calor al
barrio transido, de sus mejillas macilentas despertar el color, y sazonadas con sales
picantes, hacerle recobrar el ánimo. El resto del tiempo lo pasaba examinando documentos. Los
archivos, que eran mi segunda casa, el sitio donde en general me sentía más a gusto,
comenzaban a agobiarme. Inclinado sobre los papeles amarillentos, esas cartas órdidas que
expulgaba una a una, ya no formaba totalmente parte de ese grupo de eruditos incondicionales
que permanecían sentados ante su pequeña caja gris, delante de sus códices o de su incunable,
como coleccionistas que sólo viven para conservar, copiar, descubrir y fijar sus fuentes de consulta.
Para ellos, los archivos eran el templo de la verdad, en el cual ejercían de oficiantes.
La luz brotaba allí de las numerosas ventanas, de las cajas de las que la mano extraía objetos
ocultos y de los saquitos transparentes que se entregan a los investigadores para que
depositen en ellos sus efectos. Ese es el escenario de todas las revelaciones. Pero
no entra en el todo el que lo desea. Hay que tener una autorización, y ni siquiera los
historiadores tienen a ciertos dosieres. Nadie puede mirarlos de frente y seguir con vida.
No obstante, el latir acelerado de mi corazón al franquear la entrada se debía menos a la
perspectiva de descubrir un nuevo elemento para mis pesquisas que a la de hallarme cerca de Lisa.
Una tarde, cuando volví al trabajo, la divisé en la calle. Iba con su padre. Los dos caminaban a
paso rápido. De improviso entraron en una pequeña tienda. Yo me aposté a corta distancia a esperar
que pasasen delante de mí, para saludarlos como si se tratara de un encuentro casual.
Salieron, sin embargo, sin verme y yo los seguí para darles alcance. De repente,
Lisa volvió la cabeza hacia su padre. Sus palabras me llegaron a través de un viento glacial,
deberías decir a la policía lo que sabes sobre Schiller. Sabes muy bien que no tienes
derecho a callarte. Sammy se mantuvo callado, con la cabeza baja. Petrificado.

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