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El puerto estaba envuelto en una pelumbra gélida, como si el amanecer se hubiera olvidado
de iluminar aquella esquina del mundo.
Las aguas negras del fiordo se agitaban de manera irregular.
Sus ondas pesadas golpeaban contra los pilotes de madera con un sonido hueco que resonaba
en el aire, amplificando el silencio inquietante que lo cubría todo.
A pesar de la ausencia de tormentas, el viento del norte llegaba en ráfagas cortantes, arrastrando
consigo un olor salado y agrio, entremezclado con el hedor de algas podridas que parecían
acumularse en las esquinas más olvidadas del muelle.
Los pocos barcos atracados en el puerto permanecían inmóviles, sus cuerdas chirriando de manera
rítmica contra los norais, como si temieran el movimiento.
Más allá, las montañas nevadas que rodeaban Tromso se alzaban bajo un cielo gris opresivo,
donde las nubes bajas se deslizaban con una lentitud antinatural, como si estuvieran observando.
Donde las nubes bajas se deslizaban con un peso invisible que hacía que cada sonido,
desde el chasquido de una bota sobre la madera hasta el golpe metálico de una herramienta
lejana, pareciera amplificado y al mismo tiempo ahogado por el frío.
El New Order destacaba en el muelle, su casco oscuro reflejando de manera tenue la luz mortecina
del día.
La embarcación, sólida y funcional, parecía fuera de lugar en aquel puerto que parecía
resistirse a dejarlo partir.
Los operarios que cargaban los últimos suministros en el interior del barco hablaban en susurros,
sus voces apagadas por una mezcla de cansancio y algo más, algo que ninguno de ellos estaba
dispuesto a itir.
A pocos metros, Adrian Morland observaba en silencio.
Desde su posición podía ver las olas rompiendo contra los bloques de hielo a la deriva, su
espuma blanca perdiéndose rápidamente en la superficie.
Había algo extraño en el agua esa mañana, una calidad opaca, como si el océano escondiera
algo justo debajo de su superficie.
De vez en cuando un crujido resonaba en la madera del muelle, lo suficientemente fuerte
como para que varios tripulantes giraran la cabeza, tensos, buscando un origen que nunca
encontraba.
Por encima del viento y del movimiento de las aguas llegó un sonido bajo, casi imperceptible,
como un murmullo sordo que parecía provenir de las profundidades del fiordo.
Morland frunció el ceño y miró a su alrededor, pero nadie más parecía haberlo oído.
Sin embargo, un marinero que ajustaba las amarras de la barca,