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Cuentos e historias, por Fabián Veppo
Las mandarinas, de Ryunosuke Akutagawa.

Las mandarinas, de Ryunosuke Akutagawa. i5qv

10/4/2025 · 10:51
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Cuentos e historias, por Fabián Veppo

Descripción de Las mandarinas, de Ryunosuke Akutagawa. 174c4q

Los prejuzgamientos, las falsas apariencias y los prejuicios. 5c1r3b

Lee el podcast de Las mandarinas, de Ryunosuke Akutagawa.

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Hola, ¿cómo están? Bienvenidos a un nuevo capítulo de mi podcast de cuentos e historias.

Rinosuke Akutagawa, japonés claro, vivió entre 1892 y 1927. Escribió en su mayoría cuentos cortos. Tuvo una vida agitada, atormentada por la presunción de que la esquizofrenia que padecía su madre inexorablemente lo alcanzaría. Y no está comprobado que así fuera, pero sí es cierto que padeció trastornos mentales y él mismo acabó con su vida. Pero más allá de ello, que lógicamente no es poco, digamos que el autor escribió mucho en el contexto del Japón imperial. Tal vez encontremos en este relato algún rastro de ello en cuanto a las desigualdades de entonces.

Espero le guste. Las mandarinas de Rinosuke Akutagawa. Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse.

Y sólo distinguía a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional. Un cansancio y hastío inexplicables se anclaban con todo su peso, como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil, con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.

Pronto sonó el siluato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitada de una muchachita de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor.

Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban una tras otra. El vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado. El cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero. Encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachita, ahora sentada frente a mí. Se trataba de una típica provinciana, con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de yinco, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, rasgadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso.

Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana anaranjada. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachita, y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia.

De inmediato la luz solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para acceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka. Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo como para aligerar mi mente deprimida.

El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos. Pasé revista a todas esas columnas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo ese tiempo nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachita sentada enfrente como si encarnara a la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachita provinciana y el periódico vespertino repleto de noticias ordinarias.

Esa triple alianza no era sino un sueño.

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