
EL HORROR DEL MONTÍCULO de ROBERT E. HOWARD 5a2a35
Descripción de EL HORROR DEL MONTÍCULO de ROBERT E. HOWARD 5m5e
El horror del montículo (The Horror from the Mound), publicado en 1932, es un relato corto de terror del escritor estadounidense Robert E. Howard. La historia se desarrolla en el oeste de Texas, donde Steve Brill, un granjero, decide excavar un antiguo montículo indio en busca de un supuesto tesoro, desoyendo las advertencias de su vecino mexicano, Juan López. López, conoce una leyenda que se ha transmitido en su familia desde antiguas generaciones, y le advierte sobre que el montículo alberga algo maligno. Al abrir la tumba, Brill libera una entidad sobrenatural: un vampiro de origen español que desata el horror en la región. La narrativa combina elementos del western con el terror cósmico, típicos de Howard, y culmina en un enfrentamiento tenso entre Brill y la criatura. Un relato que brinda al lector un terror psicológico estremecedor en muy pocas páginas. Para los amantes de las historias contundentes, centradas y que van al grano del asunto es un relato perfecto. En este relato el escritor demuestra que no le queda a la zaga a su gran amigo Lovecraft. ¡Esperamos que lo disfrutéis! 4y34q
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
El horror del montículo Robert E. Howard Steve Brill no creía en fantasmas ni demonios, Juan López sí, pero ni la cautela de uno ni el inconmovible escepticismo del otro iban a escudarles del horror que cayó sobre ellos.
El horror que los hombres habían olvidado durante más de trescientos años, la espantable criatura monstruosamente resucitada de eras negras y perdidas.
Y sin embargo, mientras aquella tarde Steve Brill se hallaba asentado en la algo desvencijada escalera de su casa, sus pensamientos estaban tan lejos de amenazas sobrenaturales como puedan llegar a estarlo los de hombre alguno. Lo que tenía en mente era amargo, pero de orden material. Examinaba con la vista su granja y maldecía. Brill era alto, enjuto y duro como el cordobán, un auténtico hijo de los pioneros, de cuerpos férreos que le arrancaron el oeste de Texas a la naturaleza salvaje.
Tenía la piel atezada por el sol y era fuerte como un corni largo. Sus esbeltas piernas calzadas con botas mostraban sus instintos de cowboy, y en esos momentos se maldecía por haber dejado la silla de montar de su resabiado Mustang, convirtiéndose en granjero.
No tenía madera de granjero, itió con un juramento el combativo joven. Con todo, la culpa no era del todo suya. Un invierno de lluvias abundantes, cosa tan rara en el oeste de Texas, había prometido buenas cosechas, pero, como de costumbre, habían ocurrido cosas imprevistas. Un temporal tardío había destruido todos los frutos en sazón. El cereal, que había tenido un aspecto tan prometedor, había sido hecho pedazos y aplastado por granizadas terroríficas. Justo cuando empezaba a volverse de color amarillo, un periodo de intensa sequía, seguido de otro temporal, había acabado con el maíz.
Y luego el algodón que, de algún modo había logrado resistirlo todo, cayó ante una plaga de saltamontes, que dejó desnudo el campo de Bill. En apenas una noche, así fue como Bill llegó a su actual situación, sentado, jurándose que no renovaría su arriendo, agradeciendo fervorosamente que la tierra en la que había malgastado sus sudores no fuese suya y que hubiese aún grandes extensiones hacia el oeste donde un hombre joven y fuerte podía ganarse la vida cabalgando y cazando las reses alazo.
Sentado, entregado a sus lúgubres pensamientos, Bill vio acercarse a su vecino, Juan López, un viejo y taciturno mexicano que vivía en una choza justo al otro lado de la colina, cruzando el arroyo y que apenas así lograba ganarse la vida. En los últimos tiempos estaba roturando una porción de tierra en una granja adyacente y al volver a su choza cruzaba una de las esquinas del Prado de Brill. Brill, distraído, le vio franquear la valla de alambre de espino y seguir el sendero que sus viajes anteriores habían trazado entre la hierba rala y seca.
Llevaba ya un mes entregado a su actual qué hacer, derribando los retorcidos troncos de los mezquites y cavando hasta extraer sus raíces increíblemente largas. Brill sabía que siempre seguía el mismo camino para volver a su hogar y, observándole, Brill se percató de que se desviaba a un lado, aparentemente para evitar un pequeño montículo redondeado que se alzaba por encima del nivel de los pastos.
López dio un amplio rodeo alrededor de ese punto y Brill recordó que el viejo mexicano siempre ponía una buena distancia entre él y el lugar. Y otra cosa pasó por la distraída mente de Brill, que López siempre apretaba el paso cuando cruzaba junto al montículo y que siempre se las arreglaba para hacerlo antes de la puesta del sol, aunque los aparceros mexicanos acostumbraban a trabajar desde la primera luz del alba hasta el último.
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