
Los hijos del reino - T. E. D. Klein (Audio-relato) 331p5p
Descripción de Los hijos del reino - T. E. D. Klein (Audio-relato) 5r1837
"Children of the Kingdom", es una novela corta de T. E. D. Klein, publicada en 1980. El relato le debe algo a Lovecraft, pero su deuda con Nueva York -y, sobre todo, con el West Side de la parte alta de Manhattan, donde vive Klein- es mucho mayor. Klein utiliza un estilo realista en el que aparecen destellos de un seco humor, y trata la vida cotidiana de la ciudad moderna, su miseria y suciedad, que coexisten con la opulencia, sus tensiones económicas y raciales, y lo que se siente al vivir bajo la continua amenaza del peligro. Además, ha conseguido crear una imagen de Nueva York como ciudad fascinante y llena de misterios, una especie de escenario donde los viejos terrores se encuentran con los terrores modernos. 6m6151
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Los hijos del reino. T. D. Klein. La maldad es un trabajo, la malicia es su costumbre, el crimen su diversión y la blasfemia su deleite.
Maturin, Mel Motel y Rabundo. Esas criaturas están por todas partes, Terlet, The House on Curwen Street. Eso me enseñó que no tener miedo es una estupidez.
Víctima de una violación, Nueva York. Cierta tarde primaveral de hace ya varios años, después de haber acudido a Boston para una entrevista que podía proporcionar un empleo que ya consideraba mío y que no conseguí, perdí el último tren a Nueva York y me vi obligado a coger el autobús de las once y media. Resultó ser un autobús local, cuya ruta serpenteaba a través de los míseros pueblecitos del sur de Nueva Inglaterra y que se detuvo en una inacabable sucesión de oscuras terminales de la Greyhound apartadas de la autopista, terminales que normalmente estaban situadas en la parte más vieja de la ciudad.
Los vecindarios de mala reputación donde viven los que no son de ascendencia anglosajona, los ghettos y los tugurios de los Barrios Bajos. Tenía un fuerte dolor de cabeza y no tardé en quedarme dormido. Cuando desperté pasé por una etapa de aguda desorientación. Los demás pasajeros estaban dormidos. No sabía qué hora era y no me atrevía a encender la luz y echarle una mirada al reloj porque temía molestar a mi compañero de asiento, así que me dediqué a mirar por la ventana.
Estábamos atravesando el corazón de otra ciudad sin nombre, dejando atrás los mismos edificios con las tripas al aire que había estado viendo durante mis sueños de aquella noche, las mismas hileras de cornisas y tejados, ventanas vacías y portales que parecían bostezar. En los retazos de oscuridad había siluetas familiares que las tinieblas convertían en formas extrañas.
Las bocas de incendio y los buzones brotaban del suelo como plantas tropicales, pero aún así, lo que me pareció más extraño fue lo que había bajo las farolas, allí donde los montones de basura proyectaban largas sombras sobre las aceras, donde los solares vacíos escondían los destellos del cristal roto esparcido entre la maleza, recordé lo que había leído sobre esas grandes ciudades mayas que se alzan en la jungla centroamericana, silenciosas y abandonadas, sin que tengamos ni una sola pista de adónde fueron sus habitantes. Seguí mirando por la ventanilla y pude ver las filas interminables de casas modestas, una fea urbanización de ladrillos rojos, unas tiendecitas oscuras y mugrientas con callejones cerrados por verjas de hierro.
De vez en cuando una silueta solitaria se daba la vuelta para ver pasar el autobús.
Dejando aparte mi reflejo en el cristal, no vi ni un solo rostro de piel blanca. Un par de niños nos arrojaron piedras desde el interior de una fortaleza hecha de basura. Un hombre que orinaba en mitad de la acera, como si fuese un animal, nos lanzó una mirada burlona, quería salir de allí y recé para que el conductor aumentara la velocidad y nos sacara de aquel lugar horrible.
Como anhelaba volver a Nueva York. Y entonces vi el letrero de una calle y me di cuenta de que ya había llegado. Estaba en mi barrio, mi casa quedaba tres calles más abajo, al otro lado de la avenida. El autobús siguió hacia el sur y durante una fracción de segundo pude ver el edificio de apartamentos donde mi mujer dormía esperando mi regreso, a menos de media manzana de distancia.
En Nueva York menos de media manzana puede suponer una gran diferencia. Mundos distintos pueden coexistir uno al lado de otro sin que apenas haya relación entre ellos. En Manhattan hay lugares donde puedes ver un rascacielos moderno, con sus terrachas, porteros y elegante vestíbulo, alzándose como una inmaculada torre blanca sobre algún vestigio manchado de hollín que pertenece al pasado de la ciudad.
Un edificio construido durante la depresión con sus cubos de basura alineados delante de la fachada, o una casa de ladrillos del siglo XIX que ha ido cuesta abajo y tiene las paredes llenas de pintadas y la puerta principal eternamente entreabierta para exhibir un vestíbulo oscuro, angosto y tan poco acogedor como una tumba.
Puede que los dos edificios estén separados por un callejón. Puede que ni siquiera por eso. La sombra del más alto quizá caiga sobre el otro ocultándole el sol. Tal vez el otro edificio moleste al rascacielos con el estruendo de su música, las voces que discuten y la inquietante posibilidad del crimen.
Y sin embargo, la gente de cada grupo da la impresión de vivir su vida sin enterarse de que los demás existen. Los pobres se guardan sus ratas igual que si fueran secretos de familia. El tufo de las cocinas, los olores de la pobreza, la enfermedad y las canquerías atascadas, rara vez llegan más allá de sus ventanas.
Puede que la acera esté llena de hombres en camiseta, tetez oscura y ojos tan aguzados como navajas, hombres ociosos y mal afeitados que cantan o intercambian puñetazos o quizá discutan en español. O puede que estén sentados en los peldaños, sumidos en un petreo silencio, pasándose una botella metida en una bolsa de papel.
Esos hombres tienen aspecto de ser duros e impetuosos, pero rara vez saldrán de su reino para entrar en el mundo desconocido que hay al lado. Y los que moran en ese mundo desconocido saldrán a la calle moviéndose con cierta cautela, y pasarán corriendo junto a los hombres morenos sin mirarles a la cara.
Mi abuelo, German Lauterbach, era una de esas personas capaces de moverse por los dos mundos.
Aunque su apartamento de Brooklyn siempre había parecido un compendio de todo lo respetable que hay en la clase media, al menos desde que yo le conocí, de hecho los refinamientos que poseía eran legado de su segunda esposa. German se encontraba más a gusto entre los pobres. Había pasado la mayor parte de su existencia siendo pobre, y sospecho que también tuvo algo de radical, y siempre había pensado que mi padre, su yerno, era un maldito estirado sólo porque trabajaba en una oficina de la calle.
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