EL GRAN MÁS 2r5w43

El gran más. ¿No es que la vida le estuviera sucediendo? No. Él la estaba sintiendo, absorbiéndola como la tierra seca. Bebe la lluvia después de una larga sequía.

Y en esa inmensidad de sensaciones, en el torbellino de su propia existencia, se preguntó con voz quedadamente temblorosa, ¿tiene que haber otra manera? ¿Acaso puedo sentir más el presente? ¿Soy más? Descubrió entonces que las emociones no eran sólo ráfagas de viento que pasaban fugaces por su piel, sino ventanas abiertas a un universo vasto e inexplorado.

La vida, en su infinita exuberancia, le ofrecía un abanico de colores, cada una con su propia sinfonía de significados, percepciones que le ofrecían diferentes versiones como en un calidoscopio. ¿Por qué no atreverse a sentirlo todo ahora, sin la trampa del miedo, sin el enredo de la expectativa? Ahí, en ese crisol de experiencias, comprendió que no era prisionero de su cuerpo, ni esclavo de su pensamiento. Él era el testigo de sus emociones, un observador que veía pasar la tristeza como quien ve un tren acercarse desde la distancia, con la vaga sensación de que viene a buscarle, para contarle una historia que se desplaza entre estaciones.

Levantó sus manos y sintió el temblor sutil de una emoción de desamparo, pero esta vez no se identificó con ella. Comprendió que ya no era el personaje dolido por aquella herida, sino que la sentía extendiéndose más allá de ella, hacia un espacio vacío, silencioso, que lo contenía todo. La vida, sabia y persistente, no se cansa de susurrar sus lecciones, y cuando no es escuchada, sube el volumen hasta que el alma se sacude y el ser despierta. Como la niebla densa que cubre el camino en la madrugada, la verdad se oculta tras los velos de la ilusión. Pero él, sin miedo, avanzó, y en medio de la bruma encontró la senda que siempre había estado ahí, el de su propio corazón.

El gozo no estaba en la pasión ni en la lucha, sino en la identidad de quien observa. Porque quien se conoce a sí mismo, quien se mira con el asombro de un niño que descubre el mar por primera vez, entiende que el miedo no es más que un espejismo, un reflejo que la mente en el agua quieta. Y cuanto más lento avanzaba, más rápido se desvanecían las sombras, hasta llegar al único momento presente donde la vacuidad se alberga. Las emociones, esos mares turbulentos que antes parecían devorarlo, eran sólo olas rompiendo contra su propia inmensidad. La traición, el juicio, la angustia, todas eran aves pasajeras en su cielo infinito.

Nada podía ya tocarle, porque él no era en la tormenta, sino el cielo que la sostiene. Se permitió entonces mirar de frente a sus miedos, como quien observa a un niño en plena rabieta. No eran más que ecos de su propia creación, ruidos que jamás podrían ser más grandes que el ser que los contenía. Y con ese instante de entrega, comprendió lo que siempre había estado allí, esperando ser descubierto.

Lo que viene, conviene. Como un gran estallido cósmico, sintió que la vida misma le arrancaba las anclas. Que el peso de antiguas ataduras se deshacía en una ráfaga de comprensión. No había nada que temer. Todo, absolutamente todo, era amor disfrazado de experiencia, en ese juego divino de disfrutarse.