
Descripción de Dríade 5q125m
En el aniversario de la muerte de su hermano, el bosque que lo devoró ahora la llama a ella. ¿Es su voz atrapada entre las ramas o el susurro hambriento de los árboles? Convertirse en dríade —fundir su carne con la corteza en un ritual de agonía eterna— podría ser su salvación o su condena. ¿Resistirá la llamada o se entregará a un destino tan hermoso como sangriento? 265w1n
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
El bosque siempre había sido silencioso, pero esa noche el silencio se desgarró.
Elena lo sintió en la médula, en ese lugar ancestral donde el cuerpo reconoce el peligro antes de que la mente lo nombre.
Estaba sentada en el porche de la cabaña, el cigarrillo agonizando entre sus dedos manchados de nicotina.
La brasa anaranjada dibujando breves destellos de su perfil demacrado.
Tres años desde que el bosque se había tragado a Daniel, desde que los restos de su motocicleta retorcida aparecieron entre los helechos, el casco partido en dos como un huevo de obsidiana.
Ahora el aire olía a él, cuero viejo impregnado de sudor adolescente, a tabaco barato y a la colonia de farmacia que usaba para ocultar el olor a miedo.
El bosque respiraba.
No era metáfora, las raíces entrecruzándose bajo sus pies transmitían pulsaciones sordas como venas subterráneas bombeando algo más espeso que la sabía.
Elena apretó el cigarrillo contra la madera podrida del porche, sintiendo como la brasa carbonizaba las astillas.
La luna, pálida y enfermiza, filtraba su luz entre las ramas que se retorcían como dedos necróticos.
Todo estaba demasiado quieto.
Hasta los grillos habían enmudecido, como si la noche contuviera el aliento esperando a que ella cometiera el error de moverse.
Fue el olor lo que la traicionó primero.
No aquel aroma a tierra húmeda y musgo que solía envolver la cabaña, sino algo viscoso y dulzón que le hizo contraer las fosas nasales.
Fruta fermentándose bajo el sol de agosto, carne dejada al rezumar de una herida sin suturar.
Y debajo, como una nota baja que vibraba en los dientes, Daniel, el mismo tufo que emergió de su ropa cuando lo encontraron, cuando tuvo que identificar el cuerpo hinchado por tres días de humedad boscosa, la mandíbula dislocada en un gruñido eterno.
Sus pies descalzos pisaron la tierra antes de que decidiera bajar los escalones.
La humedad del suelo se le clavó en las plantas como agujas de hielo sucio, pero el dolor era un lujo lejano.
Algo tiraba de la tierra.
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