
Descripción de Capítulo 11 36g2g
Trabajando con el hombre ideal - Capítulo 11 3yi
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Capítulo 10. Sam se merecía un Oscar. De hecho, merecía un camión lleno de premios por la interpretación de aquel día. Después de lo que había pasado, se comportó como la mejor ayudante personal de la historia. Y por lo visto, eso era lo que Dylan quería.
Lo único que quería. Se había comportado como un jefe tiránico que demandaba nada menos que la perfección. No había habido un solo comentario sobre la noche anterior ni sobre la sesión de la ducha. En lugar de eso, se portaba como si no hubiera pasado nada. Y Sam pensó que era lo mejor. No había futuro para ellos y tenía que convencerse.
«Pásame ese documento», murmuró Dylan señalando unas facturas sin mirarla.
«¿Y la palabra mágica?» «No seas niña», la regañó él como si hubiera dicho una obstinidad. Sam levantó una ceja. «¿Desde cuándo las buenas maneras son cosas de niños?» Él siguió estudiando un documento, mientras Sam intentaba contener su irritación. Había soportado sus órdenes durante todo el día, pero no estaba acostumbrada a que fuese grosero con ella. Si lo que quería era alejarla de él, lo estaba consiguiendo.
«Por cierto, nos vamos en cuanto termine de leer esto».
Sam levantó los ojos y lo vio mirándola con una expresión extraña, esquiva.
«Gracias por informarme», murmuró, preguntándose qué había sido de la antigua camaradería. En lugar de acercarlos como había creído, su interludio amoroso los había alejado del todo.
«No estoy de humor para discusiones, Samantha». Esa fue la gota que colmó el vaso. Sam no estaba de humor para soportar esa actitud tan condescendiente, de modo que se levantó y se dirigió a la puerta. «Es una pena que no dijeras eso anoche. Nos habría ahorrado muchos problemas», le espetó. «Nos vemos en la puerta en quince minutos», añadió, esperando que no le tembléis la voz. «Después de todo, hemos terminado».
Luego se alejó, con la cabeza bien alta, mientras por segunda vez tenía que luchar contra las lágrimas, maldiciendo al hombre que había puesto su mundo patas arriba.
Cuando volvieron a Melbourne, Dylan entró en su habitación y tiró la bolsa de viaje al suelo, preguntándose cómo había conseguido estropearlo todo de esa forma. En lugar de un fin de semana en Budierry que profundizaría su relación con Sam, había conseguido que ella no le dirigiese la palabra. Estaba actuando como un idiota, diciendo lo contrario de lo que pensaba, cuando lo único que quería era llevarla de nuevo a su cama para hacerle el amor durante todo el día.
¿Y qué había hecho? Apartarla de él de la forma más fría posible. No se atrevía a creer que se había enamorado de Sam. No había sitio en su vida para el amor. El amor era una emoción inútil que complicaba las cosas y convertía las relaciones en complicadas historias llenas de responsabilidades. Él lo sabía bien. Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. «¿Puedo pasar, hijo?». «Pasa, mamá», suspiró él.
«¿Va todo bien, cariño?», preguntó Liz Harmon en cuanto vio su expresión.
«Sí, claro que sí», contestó él sin mirarla. No podía mentirle a la mujer más importante de su vida. Era una pena que no hubiera podido hacer lo mismo con la competencia esa mañana.
Después de todo, no había tenido problema en ocultarle sus verdaderos sentimientos a Sam.
«Ven aquí y cuéntamelo todo», sonrió su madre sentándose en la cama. «Estás enamorado de ella, ¿verdad?». Dylan intentó sonreír, aunque sabía que no engañaría a su madre.
«Has leído demasiadas novelas de amor. No es hora de que elijas otro género, como las novelas de detectives, por ejemplo». Liz sacudió la cabeza. «El único misterio para mí es lo que está pasando. ¿Cuándo vas a aprender que arriesgarse en el amor no es tan malo?».
«¿Quién ha dicho nada de amor?». Ella sonrió, la misma sonrisa que cuando le quitó el primer diente de leche o cuando le contaba que le dolía el estómago para no ir al colegio, o cuando le contó que el primer chupetón había sido un golpe que se dio en el cuello.
«No tienes que decir nada. Está escrito en tu cara. Una madre sabe estas cosas».
«Déjalo, mamá. No quiero hablar de ello», murmuró Dylan, paseando por la habitación como un león enjaulado. «Si no quieres hablar conmigo, ¿por qué no hablas con ella?».
Una imagen del rostro de Sam cuando se enfadó con él en el despacho de Budieri apareció en su cabeza. Se había sentido como un canalla por hacerle daño. ¿Y qué había hecho?
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